Sunday, June 17, 2007




LABIOS SUPERIORES Bar Unión,


donde el lomito es un poema de Teillier

La Unión Chica: Nueva York 11


César Fredes

Una suculenta y económica batería de sándwiches (lomitos, arrollados, Barros Luco) no es poca cosa para valorizar la calidad de un bar-restaurante, aunque éste aparezca como vetusto y venido a menos desde el punto de vista de su infraestructura. Menos si en ese bar-restaurante pasó metafóricamente los últimos años de su vida Jorge Teillier, uno de los mejores y más entrañables poetas chilenos de todos los tiempos, cosa que no es poco en un país de poetas como el nuestro.
Teillier había nacido en Lautaro, como su amigo –y nuestro amigo– el Huacho Canobra, ingeniero y ajedrecista notable. Juntos cantaron muchas veces el “Himno de los poetas de Lautaro”, que era una declaración de principios:
“Los poetas de Lautaro son unos buenos muchachos, aunque tienen el defecto de ser un poco borrachos”.
Aunque el Huacho trasnochaba, cantaba, bailaba y tocaba el violín, tenía un defecto inverso al que declaraba: no bebía, que nadie es perfecto. Teillier, en cambio, bebía parejito, es decir, todos los días. De eso y de penas de poeta se murió hace algunos años, en sus cuarteles de invierno, por La Ligua.
Pero antes, durante varios años, Teillier calentó la silla en un rincón, a la entrada del Bar Unión, La Unión Chica o Don Wenche, como se denomina indistintamente este boliche. Con media docena de amigos, poetas casi todos, rebajaba muchas botellas de tinto barato desde la hora del crepúsculo hasta bien entrada la alta noche.
¿Por qué se aquerenció Teillier? ¿Qué designio lo llevó a instalarse por años en La Unión Chica y no en otro lugar?
Seguramente fue la misma suma de factores que aún sigue llevando por allí a infinidad de parroquianos. Es barato, es tranquilo, está muy central –en las costillas del otrora opulento Club de la Unión– y nunca estos ojos han visto allí una pelea o un bochinche. Los viejos clientes, en su mayoría, van a tomarse una caña tranquilos o a comer a mediodía un puñado de platos de raíz española: callos, cocido, cabrito al horno.
Antiguamente, en vida de don Wenche –un español laborioso y buena gente que se llamaba Wenceslao Álvarez–, los callitos a la española eran realmente buenos, y se exhibían en el mostrador en grandes fuentes rectangulares y temblorosas debido a la gelatina que les cedían las patitas de ternera. Ahora, sin embargo, las guatitas y el cocido madrileño, en el que incurrimos por última vez hará unos cinco años –cuando el viejo crack del periodismo radial que es Mario Gómez López nos invitó porque el sobre del sueldo le molestaba en el bolsillo– ya no son los mismos. Les han echado la cundidora.
Pero el lomito de chancho en marraqueta no sólo sigue siendo bueno, sino que, en estos tiempos de tanta comida chatarra, adquiere ribetes épicos. El mismo lomito no es –porque el magnífico cilindro porcino de carne asada y casi blanca ya no se corta en gruesas tajadas de un centímetro, de las que se introducían tres o cuatro en la marraqueta abierta–, pero no importa. Sigue siendo notable, delicioso. Afirma José, un sanguchero joven, diestro y vivaracho, que el lomito sigue asándose al horno, pero que después se rebana delgadito, muchas veces, y se mantiene caliente en una lonchera con agua y jugo de la cocción. Desde allí, con un tenedor, extrae José una porción generosa de carne tierna, jugosa, sin grasa y extremadamente rica, que deposita entre las tapas de la marraqueta crujiente.
El sándwich lo completa una porción también abundante de palta molida, sabrosa y fresca, que llega hasta la mesita de mantel menesteroso y aportillado con una caña de tinto, que allí las copas no se usan.
“¿Qué vino me está dando?”, inquirimos al viejo mesero que nos atiende con automatismo. Y cuesta entenderle el balbuceo sumario y casi fastidiado: “¡Garzón, garzón!”, e indica con el dedo una viejísima etiqueta del Santa Carolina más barato, aquel de los años ’50 en que un viejo camarero, de esmoquin y rulito cayendo sobre la frente, avanza trayendo una bandeja, una botella y una copa de un Carola que creíamos desaparecido, y que surge desde la bruma de nuestros recuerdos infantiles.
El Santa Carolina “garzón” está rico, frutal y equilibrado, y el lomito es un poema rotundo y rokhiano. Y el otro poema, de Teillier, es la cuenta: 2.150 pesos por todo.
No es por nada, pero sándwiches como éste, y a este precio, en Santiago ya no se encuentran.

4 Comments:

Blogger Anta said...

This comment has been removed by the author.

6:53 PM  
Blogger Anta said...

Ni tampoco en Antofagasta.
No se puede ni pedir algun sandwich vegetariano como se debe. O está sin sal o sin limón. Pfff.

Gracias por el comment, siempre he querido buscar algun poemario de ud. pero no he tenido suerte. En el encuentro de escritores grabé los dos últimos que usted recitó y me encantaron.

Gracias y mañana compre el mercurio xD.

P.s.: borré el comment anterior por mi flojera de revisar las cosas antes de publicarlas =P

6:56 PM  
Anonymous Anonymous said...

Que razón tenía la pena traidora,
que tó Dios sufriera por la salvaora.
Diecisiete años tiene la criatura
y yo no me extraño de tanta locura.
Es cosita hermosa, como el firmamento,
lástima que me entren malos pensamientos,
lastima que sea tan mentirosa.

Quien te puso salvaora
que poco te conocía,
el que de ti se enamora
se pierde pa toa la vida.

Esta tó el mundo enganchao
por culpa de tu querer,
solteritos y casaos
contigo se han de perder.
Ay! La Salvaora.


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ahi sta el tema po oeee
lastima ke aka no llegue el merkurio wn
xD
ya eso
me enamore de tu mente wn
te amo :B
aunke vo digay ke keri
a otro



and I don't carreeeeee (8)

9:30 PM  
Anonymous Anonymous said...

Thanks for writing this.

9:15 AM  

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