entrevista a Reina Maria Rodriguez
“La poesía cubana siempre ha sido más bien conservadora”
“La poesía cubana siempre ha sido más bien conservadora”
La reconocida poeta y narradora cubana sostiene que durante el período especial la literatura de su país tenía más fuerza que ahora.
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Reina María Rodríguez es una influencia decisiva para los jóvenes autores de Cuba
Por Silvina Friera Desde La Habana
En la ciudad vieja, emporio de las columnas, las calles parecen estar trazadas por la necesidad tropical de jugar a las escondidas con el sol. El Palacio del Segundo Cabo proporciona retazos de sombra que los turistas agradecen, pero hace calor y los rayos penetran por los ventanales de ese palacio imponente y barroco por donde se lo mire. La poeta y narradora cubana Reina María Rodríguez llega a la azotea del edificio, donde un grupo de escritores cubanos de diversas edades están por comenzar una lectura de poemas con varios argentinos invitados: Daniel Samoilovich, Susana Szwarc, Damián Tabarovsky y Américo Cristófalo. En esa sala funciona un emprendimiento editorial, Torre de Letras, destinado a difundir a los poetas en otras lenguas con traducciones propias y tiradas que no superan los 150 ejemplares, numerados y cosidos a mano, y también una revista cultural, Azotea. Ahí está Reina, una de las escritoras más importantes de la generación que siguió a la de los años ’50 y que empezó a publicar en los ’80. Ahí está esa prestidigitadora del lenguaje, un poco cansada por el trajín de la Feria del libro. Pero como buena cubana domestica el agotamiento y no para de hablar. Esa gran maestra, influencia decisiva para los jóvenes escritores del país, aclara que no quiere ni pretende formar ninguna escuela. “Cuba es un país de una gran tradición poética, aunque ahora no está pasando por su mejor momento”, dice Rodríguez en la entrevista con Página/12.
La poeta, nacida en La Habana en 1952, recuerda que hubo un éxodo muy grande de la generación posterior a la de ella. “Casi todos se han ido a vivir a Barcelona o a México, y eso provocó una ruptura y al mismo tiempo un gran vacío porque se fueron poetas muy experimentales, a pesar de que la poesía cubana no se ha caracterizado por ser experimental. Ha sido más bien conservadora”, explica la autora de Cuando una mujer no duerme (Premio Julián Casal, 1980), Para un cordero blanco (Premio Casa de las Américas, 1984) y El libro de las clientas. “Siento que hay un bajón, si pienso en los años duros. En los ’90, cuando no teníamos ni luz ni comida, había una fuerza muy grande en la literatura y en las artes plásticas.”
–¿Por qué no hubo tanta experimentación?
–Comparada con la poesía argentina, nuestros hermanos y con los que tenemos mayor cercanía, me parece conservadora, pacata. En Cuba no tuvimos grandes vanguardias, ni siquiera en los momentos en que sí hubo en América latina. La generación de Orígenes ha sido una de las influencias más fuertes para los poetas latinoamericanos. Lezama Lima, en la Argentina, se convirtió en palabras mayores a partir de Severo Sarduy y el neobarroco, que fue una vanguardia que planteó una ruptura. La generación de los años ’50 tiene un gran complejo de culpa porque ellos no estaban en el país cuando triunfó la revolución cubana. Salvo algunos nombres como Domingo Alfonso o Rafael Alcides, se han quedado en textos muy blandos, retóricos, más cuidados formalmente, pero despreocupados por el sentido de la civilidad, que es lo que a mí más me importa.
–¿Cómo surgió la idea de crear un ámbito no institucional poético como La Azotea?
–Durante muchos años en mi casa se reunían los escritores. Llegó un momento en que no entrábamos. Leímos la primera novela de Antonio José Ponte, un poeta y ensayista tremendo, que vive en España. Era una de las pocas casas iluminadas en momentos en que no había luz en Cuba. Y ahí se generó algo muy raro con el lenguaje. Eramos muy diferentes, no había una misma poética, pero todos estábamos pendientes de lo que pasaba en el mundo. A pesar de que no teníamos nada de comer, estábamos comiendo lenguaje. No quiero decir que para que exista un movimiento de este tipo tenga que haber una escasez, pero sí se dio la circunstancia de que nadie había probado nada. La mayoría no había viajado, y sin embargo, teníamos una gran capacidad para manipular el lenguaje, aunque tuviéramos que priorizar entre comprar un litro de leche o un libro.
–¿Qué significa para usted ser considerada una maestra por muchos jóvenes?
–No sería nunca maestra; trabajo mucho, es cierto, pero a mí no me gustan las escuelas ni los seguidores. Siempre rechacé la idea de crear una escuela. Acá falta una conexión mayor con la universidad, que está lamentablemente muy apartada de los artistas. Y tal vez nosotros funcionamos como un punto intermedio. Me preocupan los autores que fueron perdiendo contacto con las nuevas generaciones. La revista Azotea es un útero donde la distancia geográfica no implica ruptura de la unidad de la literatura cubana ni de la de cualquier país.
–¿Qué diferencias percibe entre la literatura escrita en la isla y la de los que se fueron?
–El problema es que los que se fueron, con compromisos muy diversos, tienen que probar cómo llevar esa literatura que han hecho, en algunos casos con un uso muy experimental, a un mundo que está comercializándose. Adentro, salvo algunos nombres, sigue habiendo demasiada retórica, y me molesta mucho cuando la poesía se manosea, como cuando se manosea cualquier oficio.
–¿Qué opina del discurso de apertura de César López en la Feria del libro?
–Para muchos ha sido un logro. A mí me sorprendió, pero yo nunca dejé de pensar en esos autores que él mencionó como parte de la literatura cubana. Aunque la universidad los ha ignorado, para todos nosotros estuvieron en nuestra formación. Me parece que no es suficiente con nombrarlos. Hay que cumplir con muchas otras cosas: que se puedan conseguir sus libros y sean leídos. Fue sin duda un acto de valor, pero no quisiera que se lo interpretara como una revancha.
Por Silvina Friera Desde La Habana
En la ciudad vieja, emporio de las columnas, las calles parecen estar trazadas por la necesidad tropical de jugar a las escondidas con el sol. El Palacio del Segundo Cabo proporciona retazos de sombra que los turistas agradecen, pero hace calor y los rayos penetran por los ventanales de ese palacio imponente y barroco por donde se lo mire. La poeta y narradora cubana Reina María Rodríguez llega a la azotea del edificio, donde un grupo de escritores cubanos de diversas edades están por comenzar una lectura de poemas con varios argentinos invitados: Daniel Samoilovich, Susana Szwarc, Damián Tabarovsky y Américo Cristófalo. En esa sala funciona un emprendimiento editorial, Torre de Letras, destinado a difundir a los poetas en otras lenguas con traducciones propias y tiradas que no superan los 150 ejemplares, numerados y cosidos a mano, y también una revista cultural, Azotea. Ahí está Reina, una de las escritoras más importantes de la generación que siguió a la de los años ’50 y que empezó a publicar en los ’80. Ahí está esa prestidigitadora del lenguaje, un poco cansada por el trajín de la Feria del libro. Pero como buena cubana domestica el agotamiento y no para de hablar. Esa gran maestra, influencia decisiva para los jóvenes escritores del país, aclara que no quiere ni pretende formar ninguna escuela. “Cuba es un país de una gran tradición poética, aunque ahora no está pasando por su mejor momento”, dice Rodríguez en la entrevista con Página/12.
La poeta, nacida en La Habana en 1952, recuerda que hubo un éxodo muy grande de la generación posterior a la de ella. “Casi todos se han ido a vivir a Barcelona o a México, y eso provocó una ruptura y al mismo tiempo un gran vacío porque se fueron poetas muy experimentales, a pesar de que la poesía cubana no se ha caracterizado por ser experimental. Ha sido más bien conservadora”, explica la autora de Cuando una mujer no duerme (Premio Julián Casal, 1980), Para un cordero blanco (Premio Casa de las Américas, 1984) y El libro de las clientas. “Siento que hay un bajón, si pienso en los años duros. En los ’90, cuando no teníamos ni luz ni comida, había una fuerza muy grande en la literatura y en las artes plásticas.”
–¿Por qué no hubo tanta experimentación?
–Comparada con la poesía argentina, nuestros hermanos y con los que tenemos mayor cercanía, me parece conservadora, pacata. En Cuba no tuvimos grandes vanguardias, ni siquiera en los momentos en que sí hubo en América latina. La generación de Orígenes ha sido una de las influencias más fuertes para los poetas latinoamericanos. Lezama Lima, en la Argentina, se convirtió en palabras mayores a partir de Severo Sarduy y el neobarroco, que fue una vanguardia que planteó una ruptura. La generación de los años ’50 tiene un gran complejo de culpa porque ellos no estaban en el país cuando triunfó la revolución cubana. Salvo algunos nombres como Domingo Alfonso o Rafael Alcides, se han quedado en textos muy blandos, retóricos, más cuidados formalmente, pero despreocupados por el sentido de la civilidad, que es lo que a mí más me importa.
–¿Cómo surgió la idea de crear un ámbito no institucional poético como La Azotea?
–Durante muchos años en mi casa se reunían los escritores. Llegó un momento en que no entrábamos. Leímos la primera novela de Antonio José Ponte, un poeta y ensayista tremendo, que vive en España. Era una de las pocas casas iluminadas en momentos en que no había luz en Cuba. Y ahí se generó algo muy raro con el lenguaje. Eramos muy diferentes, no había una misma poética, pero todos estábamos pendientes de lo que pasaba en el mundo. A pesar de que no teníamos nada de comer, estábamos comiendo lenguaje. No quiero decir que para que exista un movimiento de este tipo tenga que haber una escasez, pero sí se dio la circunstancia de que nadie había probado nada. La mayoría no había viajado, y sin embargo, teníamos una gran capacidad para manipular el lenguaje, aunque tuviéramos que priorizar entre comprar un litro de leche o un libro.
–¿Qué significa para usted ser considerada una maestra por muchos jóvenes?
–No sería nunca maestra; trabajo mucho, es cierto, pero a mí no me gustan las escuelas ni los seguidores. Siempre rechacé la idea de crear una escuela. Acá falta una conexión mayor con la universidad, que está lamentablemente muy apartada de los artistas. Y tal vez nosotros funcionamos como un punto intermedio. Me preocupan los autores que fueron perdiendo contacto con las nuevas generaciones. La revista Azotea es un útero donde la distancia geográfica no implica ruptura de la unidad de la literatura cubana ni de la de cualquier país.
–¿Qué diferencias percibe entre la literatura escrita en la isla y la de los que se fueron?
–El problema es que los que se fueron, con compromisos muy diversos, tienen que probar cómo llevar esa literatura que han hecho, en algunos casos con un uso muy experimental, a un mundo que está comercializándose. Adentro, salvo algunos nombres, sigue habiendo demasiada retórica, y me molesta mucho cuando la poesía se manosea, como cuando se manosea cualquier oficio.
–¿Qué opina del discurso de apertura de César López en la Feria del libro?
–Para muchos ha sido un logro. A mí me sorprendió, pero yo nunca dejé de pensar en esos autores que él mencionó como parte de la literatura cubana. Aunque la universidad los ha ignorado, para todos nosotros estuvieron en nuestra formación. Me parece que no es suficiente con nombrarlos. Hay que cumplir con muchas otras cosas: que se puedan conseguir sus libros y sean leídos. Fue sin duda un acto de valor, pero no quisiera que se lo interpretara como una revancha.
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