Wednesday, July 04, 2007

El adiós a uno de los mejores

[actualidad]



Entonces siento que si hubo otro modo posible para mí no lo quisiera.

Porque, y perdonen por creerlo, le debo a aquella ilusión la alegría
de haber conocido a algunos de los mejores.

Carlos Liscano (Perdonen por creerlo)

Eduard Pons Prades, escritor, historiador y combatiente –luchó por la República durante la Guerra Civil española y contra los nazis en Francia-, falleció el mes pasado en Barcelona a los 87 años. Los artículos publicados a continuación quieren ser el modesto homenaje de Malabia a este catalán universal.

Montse Fernández Garrido (Nota a la prensa)

Ha fallecido, a los 87 años, EDUARD PONS PRADES, combatiente por la República durante la guerra civil y contra los nazis en Francia, historiador y escritor anarquista. Nació en Barcelona en 1920. Fue educado en la Escuela Racionalista de Ferrer i Guardia. En 1937, después de colaborar en el Consejo Económico de la madera socializada (CNT), se alistó en el Ejército Republicano. En 1937 ingresa en la Escuela Popular de Guerra de El Escorial. Sargento instructor y miliciano de la cultura, combatió en los frentes del Guadarrama, el Ebro y el Segre. Fue herido en Barcelona en 1938. Se exilió en Francia en 1939 y en noviembre de ese mismo año se alistó en el Ejército francés como teniente de ametralladoras del XIII Regimiento de Marcha. Durante los años 1941 a 1944 militó en la Resistencia, y en los combates para la liberación de Francia actuó como capitán jefe de una centuria de guerrilleros franco-españoles (estuvo al mando de un destacamento volante de guerrilleros franceses y españoles en los enfrentamientos de liberación de Aude, contra las tropas alemanas). Realizó viajes clandestinos a España (octubre de 1944 y diciembre de 1945). Fue detenido el 5 de enero de 1946, pero logró fugarse tres semanas después. Regresó al país en 1964. Luchador incansable, escritor, guionista, historiador, maestro, gran orador. Su empeño en salvaguardar la memoria de los luchadores anti-franquistas es modélica. Fue miembro fundador de la editorial Alfaguara. Desde 1973 publica una extensa producción de libros que recuperan la memoria oral y cuentan la historia oculta de los exiliados y los represaliados de la dictadura franquista; Republicanos Españoles en la II Guerra Mundial, Morir por la libertad, Guerrillas Españolas, Los senderos de la libertad, Las guerras de los niños republicanos, Los vencidos y el exilio, Crónica negra de la transición española. Junto a Agustí Centellas publicó "Años de muerte y esperanza", Los que sí hicimos la guerra, Un soldado de la República, Republicanos españoles en la Segunda Guerra Mundial, mitos no, ¡hechos!: Realidades de la Guerra civil española . Ha colaborado en diversas revistas y periódicos: Historia y vida, Historia 16, Nueva Historia, El Correo Catalán, El Periódico, El Diario de Barcelona, El Día de Granada, Ínsulas, Papeles de Son Armadamns, El Correo de Andalucía, Letras e Índice de Artes. Ha participado como guionista en la realización de cortometrajes españoles y franceses. Miembro activo de las tertulias del Ateneo Barcelonés y orador brillante, impartió clases y charlas en innumerables lugares. En su anterior ingreso en el Hospital de Sant Pau de Barcelona, hace pocas semanas, dio su última conferencia, a médicos y enfermeras del hospital y a un nutrido grupo de amigas sobre la sanidad en la guerra y la evacuación del Hospital, que él mismo dirigió durante el retiro de las tropas republicanas, al final de la guerra, conferencia que realizó de forma soberbia, minuciosamente preparada y expuesta con su inigualable sentido del humor y sus evidentes dotes de maestro (profesión que hubiera querido ejercer, lo que le impidió la guerra civil, como y también le impidió una de sus aficiones, bailar). Su labor incesante duró hasta sus últimos días, ya que cuatro días antes de su muerte trabajaba y revisaba su último libro, dedicado a Picasso en su faceta política. Hoy se encuentra en proceso de edición el referido libro, que en breves meses se presentará en público. Deja viuda a la escritora e historiadora anarquista/ feminista, Antonina Rodrigo (granadina). Y a un inmenso grupos de amigas y amigos, de diversas ideologías y tendencias, que lloran su pérdida, la de un gran luchador, un héroe, una gran persona y un ser honesto, que ha dedicado su vida a luchar por los ideales de un mundo nuevo.

Tristeza

Alfons Cervera

Es ésta la última columna del curso. Y os la ofrezco llena de tristeza. No por los resultados electorales (que también) sino y sobre todo porque Eduardo Pons Prades se ha muerto en Barcelona. Tenía casi noventa años y conservó siempre una fuerza que desdecía una arquitectura física que era como el hombre delgado de Dashiell Hammett. Parecía un junco que no se curvaba nunca. Hablaba como si las palabras entraran y salieran de su boca a velocidad de vértigo. Hablaba siempre, era incansable, y algunas veces mezclaba lo que había escrito en sus libros llenos de memoria y lo que le iba surgiendo de la fuente inagotable de recuerdos que mantenía inagotable en alguna parte de su cerebro siempre en marcha. Anarquista de pura cepa, luchó en la guerra civil y en 1939 salió al exilio, como tantos hombres y mujeres que se mantuvieron fieles a la República antes, durante y después del golpe de Estado fascista de 1936. En Francia se incorporó a la resistencia donde durante tres años organizó un grupo de guerrilleros franco-españoles. De vuelta a España se dedicó a escribir lo que había vivido, lo que había ido incorporando a su vida desde otras vidas compañeras de la suya en tantas y tantas experiencias. En unos momentos en que el testimonio oral era considerado poco fiable para la construcción del relato histórico, Pons Prades incorporó ese relato a sus libros memorialistas hoy imprescindibles. No se cansaba nunca de contar lo vivido, aquello que consideraba de interés para que la memoria fuera la memoria de la dignidad y no la de la vergüenza. Fue un conversador imparable, vehemente a la hora de defender aquello en lo que creía. Lo encontré muchas veces en casi todos los sitios donde nos reclamaba el compromiso de taponar con la memoria el agujero obsceno del olvido. Aprendí de él y de gente como él que vivir es vivir en libertad y si no la vida es una vida de mierda. Cuando escribo esta última columna del curso, me acaba de contar mi querida Susana Koska que se ha muerto. En Barcelona. Y la memoria de este país siempre a medio hacer se queda un poco más huérfana de referencias éticas. Bastante más huérfana. Bastante.


Arturo San Agustín

El martes, en el bar Teruel, el director de cine José María Nunes le ponía, como siempre, liturgia propia a su cerveza. A su lado, el abogado Mateo Seguí, que es también libertario, pero del sector del vino, hablaba –y muy bien– de la escritora Antonina Rodrigo, compañera de Eduardo Pons Prades, a quien ese mismo martes habían enterrado.
"Individualmente no somos nada. Lo importante es el entorno, que lo creamos entre todos". O sea, que los de la mesa de al lado creían que estábamos hablando de Johan Cruyff e intentaron meter baza. Cuando se tienen amigos verdaderamente libertarios, es decir, poetas, siempre se producen situaciones singulares. Pero no. El martes no hablábamos de fútbol sino de Pons Prades, que, además de anarcosindicalista, fue oficial porquero, guerrillero, periodista, crítico de cine y escritor. Gracias a él, hoy sabemos quiénes fueron aquellos libertarios, muchos de los cuales, después de pegar tiros contra Franco, conocieron los campos de concentración franceses e hicieron posible la mitificada Resistencia francesa, que, en realidad, fue española.

El martes, en el entierro de Pons Prades, alguien pidió perdón a todos los libertarios en nombre de aquel comunismo de cuero y gorra, aquello tan soviético, que lo fusilaba todo. Ese alguien, según me contó Mateo Seguí, fue Carmen Alcalde. Pero uno, mientras observaba la liturgia cervecera de José María Nunes, que está a punto de acabar su nueva película, pensaba en algunas de las cosas que contaba Pons Prades.

Contaba, por ejemplo, que su padre, valenciano y ebanista, conoció en Barcelona al republicano federalista Vicente Claver, que fue quien propuso que el día de Sant Jordi, además de flores, se regalaran libros. El padre de Pons Prades siempre le decía a su hijo que el mejor amigo del hombre es un libro. Entonces intervenía su tío, que era más leñero, y añadía: "De acuerdo, pero al lado del libro has de tener siempre una pistola. Así te escucharán".

Una jornada particular
Federico Nogara

Hace unos años, el editor José Membrive (Editorial Carena) se decidió a publicar un libro sobre Camilo José Cela escrito por quien fuera su secretario. Luego de tenerlo en sus manos comenzó a plantearse los nombres de quienes integrarían la mesa de presentación, a realizarse en el FNAC de la Avenida Diagonal de Barcelona. Por aquel entonces, su editorial había publicado la última edición del conocido Mujeres para la historia de Antonina Rodrigo. La conexión entre Cela y Eduardo Pons Prades, compañero de Antonina, ambos fundadores de la Editorial Alfaguara, hizo lógica la participación de este último en la presentación.
El acto transcurrió de forma normal en una sala abarrotada de gente, hasta que, de forma inadvertida, todo comenzó a torcerse. Quizá fueron los elogios desmedidos hacia la figura de Cela por parte de su ex secretario (quien luego se pelearía con la viuda del escritor y variaría su posición, apareciendo en varios programas basura de televisión hablando pestes de ella y de su marido), los aplausos estridentes, casi ovaciones, las cabezadas de satisfacción del editor o el ambiente de siesta. Lo cierto es que cuando le tocó el turno a Eduardo, puso en escena al peor Cela: un hombre al servicio de las clases acomodadas, franquista, mal educado, interesado por el dinero, zafio.
Para los asistentes, en su mayoría gente mayor, educada por la televisión (y los medios de comunicación en general) dentro de la cultura de masas, que acostumbra a hacer semblanzas de escritores en las que la buena imagen es parte fundamental del producto, aquello cayó como una bomba. Hubo protestas y abucheos. Una señora se levantó, gritó la genialidad de Cela y, sin esperar respuesta, se marchó a la carrera. Varios señores, de pie, exigían poder pronunciarse. Yo había concurrido con Teresa Sanz y otros miembros de la tertulia que se desarrolló primero en el barrio del Raval y luego en el Nostromo, en la que Eduardo había participado en varias ocasiones. Quizá fuimos los únicos, o los pocos, que aplaudimos.
Aquello terminó siendo un aquellarre, que los esfuerzos denodados de José Membrive no lograban apaciguar. Unos querían hablar, otros protestaban, los más se iban. Yo pedí la palabra para reclamar cordura y defender una presentación de libro polémica que por eso me parecía brillante. Mi acento uruguayo sólo consiguió echar más leña al fuego. Un anarquista desaforado defendido por un sudamericano igual o peor que él, hasta ahí podíamos llegar. Varias personas me increparon diciendo que un recién llegado poco podía saber sobre cultura hispánica.
En ese momento tomó la palabra el autor del libro, a quien todos habíamos olvidado, enfrascados como estábamos en cosas más interesantes. El hombre sostuvo, en tono desconsolado, que las discusiones estaban muy bien, pero que él sólo había pretendido presentar el libro para hacer un poco de publicidad y tratar de venderlo, y la participación de Eduardo Pons había desatado el efecto contrario. Sus palabras despertaron la compasión general, consiguieron la calma y abrieron la posibilidad de intervención al editor, que cerró el acto haciendo el panegírico a la libertad de expresión y la tolerancia.
La concurrencia comenzó a retirarse, el escritor se dispuso a firmar ejemplares; alrededor del editor se formó el clásico corro, colofón de cualquier acto, y Eduardo quedó solo a un costado. Nosotros corrimos a hacerle compañía. Yo pensaba que estaba compungido, quizás arrepentido. Por eso mis primeras palabras fueron de consuelo. Eduardo me miró sorprendido y me dijo: “pero si esto era lo que yo quería, a esto vine”. Acto seguido se echó a reír. Entonces comprendí: Estaba ante un hombre que había enfrentado a la muerte durante toda su vida, que había visto morir a sus compañeros, a sus amigos, que había discutido en asambleas interminables sobre cuestiones fundamentales (combates, armas, subsistencia) y que odiaba al sistema capitalista. ¡Qué podía importarle, a un hombre así, un acto como aquel!
Sin embargo, después, cuando volví a encontrarlo en la cena posterior a una tertulia, y escuché sus apasionadas palabras, sus razonamientos coherentes y me regocijé con su risa juvenil, descubrí que me había equivocado. A las personas que han estado en situaciones extremas les importa una brizna de hierba, una mariposa, cualquier persona. Eduardo amaba a sus semejantes; lo único que no soportaba en ellos era la sumisión a la sociedad de consumo: la falta de ideas, la vulgaridad, la aceptación de todo lo que recomiendan los medios de comunicación.
Por eso hoy, cuando escribo a raíz de su muerte, recuerdo ese momento jocoso de su vida –que conocí lateralmente y de forma circunstancial– y, por sobre todo, me dejo ganar por su risa traviesa, de niño pícaro pillado en falta. Hombre de un agudo sentido del humor, era capaz de convertir la presentación de un libro en un acto surrealista porque sabía que nuestro discurrir en esta sociedad tiene siempre un tono de comedia, de farsa. Y también sabía, y lo decía, que sólo conviene ponerse serio cuando se tratan temas como la justicia social, las ideas y la mejor manera de cambiar el mundo.

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