Friday, December 22, 2006

ANTONIO SKARMETA, SU FORMACION EN BUENOS AIRES, LOS CAMINOS DEL EXILIO Y LA AVENTURA DE ESCRIBIR
“Para una novela, lo mejor es zarpar y ver qué pasa”





“Mi vida en la Argentina fue un tiempo glorioso, para mí fue un desgarro brutal tener que volver a Chile”, dice el escritor, que afrontó un derrotero de exilios que dejó marcas en su obra, en títulos como No pasó nada, La boda del poeta, Ardiente paciencia o Reina la tranquilidad en el país. “Cuando escribo una novela, siento una alegría mayor: dejo que las imágenes se precipiten sin tratar de encontrarle una lógica especial”, cuenta.

Por Silvina Friera
Página 12

“Si no hubiera vivido esos años en Buenos Aires, no habría podido hacer la literatura que realmente terminé haciendo.”
Cuando habla, dice naturalmente algunas palabras que escuchó a fines de la década del ’40. La “barra” del barrio, la “patota” o “peliagudo” podrían convencer al desprevenido oyente del hotel de Recoleta –donde se aloja– que el escritor Antonio Skármeta nació en la Argentina. Pero pronto el uso del “tú” y un acento inconfundiblemente chileno morigeran esa agresividad canchera que lo haría asimilarse con un porteño más. “Me formé en esta ciudad entre 1949 y 1951, fui alumno de una escuela pública, la Casto Munita de Belgrano, y recuerdo ese tiempo como el más feliz de mi vida”, confiesa a Página/12. “Como era la etapa en la que pasé de la niñez a la adolescencia, mi sensibilidad estaba plenamente abierta y oía todas las campanas. Mi alma se colectivizó en el rito de la patota del barrio, con los chicos que me juntaba en la esquina a jugar a la bolita. A los 10 años trabajé como repartidor en una frutería y tenía mi propio dinero para comprarme libros. Era una época en la que llegaban muchos jóvenes de las provincias; conocí a varios de Santiago del Estero que venían a trabajar. Tenía muchos amigos, mayores que yo, que vivían en una pensión de la calle Mendoza, donde tocaban zambas, chacareras, vidalitas. Aprendí mucho oyéndolos.” El autor de Ardiente paciencia llegó al país para participar de la mesa redonda Los caminos de la memoria: cine y exilio, en el marco de la muestra Literaturas del exilio, que se puede ver hasta el 11 de febrero en el Centro Cultural Recoleta.
Skármeta se explaya, a gusto, sobre su experiencia en la Argentina. “Tuve maestros geniales en la escuela primaria que, cuando detectaron que a mí me gustaba la poesía, me dieron a leer poemas que tenía que aprender de memoria para las festividades públicas, como el Día de la Bandera. Yo aparecía en el estrado con mi delantal blanco, con la escarapela argentina, y recitaba versos de Neruda, Rubén Darío o del Martín Fierro. Fue un tiempo glorioso. Para mí fue un desgarro brutal tener que volver a Chile.”
–¿Por qué vinieron sus padres a la Argentina?
–No podían subsistir económicamente en Chile y pensaron que en Buenos Aires les iba a ir mucho mejor. Y afortunadamente, diría, no les fue bien acá. Porque esa pobreza que vivimos fue la escuela de mi vida. Si no hubiera vivido esos años en Buenos Aires, no habría podido hacer la literatura que realmente terminé haciendo.
–¿Cómo vivió el exilio después del golpe de Pinochet?
–En primer lugar me desgajó de una historia natural de crecimiento con mi gente, de esa mutua interrelación entre el escritor y su pueblo. Me sacó abruptamente de una historia espiritual que se venía gestando desde mi nacimiento y me puso en un afuera completo; por lo tanto el trabajo del exilio implicó casi reconstituir esa unidad perdida, ya sea a través de una mirada nostálgica y creativa sobre el pasado que nos unió como pueblo-escritor; ya sea a través de confrontar las situaciones dramáticas que produjo esta alternativa o ya sea imaginando y deseando un futuro distinto, y que este idilio ininterrumpido celebrara por fin sus nupcias. Mi exilio fue tiempo de padecimiento y de crecimiento. Padecimiento, en el sentido de que es extremadamente doloroso saber que lo que origina el exilio es una brutalidad mayor, insoportable para cualquier persona sensible, más en el caso de un artista. Si tú estás exiliado, te puedes abrir a la cultura local y crecer dentro de ella, entregarle tu corazón, tu inteligencia y por lo tanto nutrirte de otras culturas y otras realidades locales que fortalecen tu imaginación, y después, probablemente, tu acción política. Y la otra opción, que siguieron compañeros más desesperados, fue la de encerrarse en ghettos nostálgicos, considerando que el exilio era un tiempo de espera y no de creación, más que nada de espera política para los que tenían militancia.
–¿Y usted se nutrió de la cultura alemana?
–Sí, me abrí completamente porque entendí que trabajando con la cultura local y con la gente que fraternalmente se nos acercaba, estaba de alguna manera actuando políticamente. Para convencer al otro de que le tienda una mano a mi gente, que está oprimida o sufriendo, tengo que saber con quién hablo y para eso necesito conocer su sentido del humor, sus lecturas; tengo que acercarme a sus clásicos, haber leído a Schiller, a Goethe o a sus filósofos, como a Heidegger. Tengo una visión bastante balanceada del exilio: fue un tiempo de padecimiento y de crecimiento, que contribuyó a mi literatura, a mi vida y al servicio político de mi país.
–¿En qué sentido la experiencia del exilio alimentó su literatura?
–He tematizado el exilio en varias de mis obras, fundamentalmente en No pasó nada, en la que opté por contar el exilio desde una perspectiva desideologizada, puesto que los exiliados llevaban consignas emocionales muy fuertes e ideas muy rígidas del bien y del mal; eran portadores de una derrota, de un fracaso. Opté por narrar desde la voz de un joven de 15 años que tiene que ser fiel a los dos códigos: al código de los padres, es decir la fidelidad por la derrota y la recuperación por el paraíso perdido, pero al mismo tiempo tiene que rendirse y cumplir con el código que le propone la calle y la otra cultura. La ironía, una mirada más ingenua y más fresca me permitieron transmitir la emoción del exilio. Mi novela favorita es La boda del poeta, que me llevó a irme muy atrás en la historia europea, al exilio de mis abuelos, que eran emigrantes dálmatas que llegaron a Chile. Buscando las raíces, me apropié del pasado europeo, desde una perspectiva latinoamericana, con un lenguaje bastardo, irónico; un lenguaje que ha pasado por la literatura latinoamericana para meterse en una situación que les “pertenecía” a los europeos; era como robarle las uvas al zorro.
Skármeta se fue de Chile a Alemania el 12 de octubre de 1973. “Es una fecha imposible de olvidar porque fue como hacer el viaje de Colón, pero al revés”, ironiza el autor de Ardiente paciencia. “Consegui un trabajo que consistía en escribir un guión de cine y el director proponía que fuera sobre lo que estaba pasando en Latinoamérica”, cuenta el escritor. El director es el alemán Peter Lilienthal, para quien en 1972 ya había escrito un guión sobre los conflictos que estaban originando en Chile los cambios políticos. Ese primer guión devino en el film La Victoria, donde se narra la vida de una dactilógrafa provinciana, solitaria, que llega a Santiago y, al encontrar la ciudad convulsionada, se interesa más por ser alfabetizadora que por llevar adelante una vida burocrática. Esta primera experiencia cinematográfica sería el comienzo de una duradera atracción por el cine que condujo a Skármeta a escribir varios guiones, y que motivó a otros directores a realizar adaptaciones fílmicas de sus cuentos o novelas. Por pedido de Lilienthal, Skármeta se trasladó a la Argentina, entre 1973 y 1974, donde escribió su segundo guión, Reina la tranquilidad en el país. “El problema era dónde filmar una película acerca de la brutal represión de la ultraderecha en América latina a sus pueblos. Si tú mirabas el mapa de América latina en 1973, no había dónde hacerla”, explica el escritor. “Entonces con el director decidimos irnos a Portugal, porque en ese país había triunfado una revolución libertaria, y nosotros necesitábamos un ejército democrático que actuara como ejército represor. ¿Dónde lo íbamos a conseguir en América latina? Imposible; pero en Portugal logramos que los regimientos de una ciudad portuguesa que se llama Setúbal, que queda como a 200 kilómetros de Lisboa, actuaran como soldados represores. Hablar del cine del exilio y de cómo se hace, es hablar de proezas de prestidigitador.”
–¿Pero qué es más difícil en el exilio: escribir literatura o hacer cine?
–Hacer literatura no cuesta absolutamente nada, quizá lo más difícil es que te publiquen una historia que concierne a un grupo determinado que quizá lo que menos quiere es leer porque está luchando por su sobrevivencia, o que debiera concernirles a quienes quedaron en el país y que a su vez están demasiado ocupados para evitar la muerte como para estar leyendo. El tema es peliagudo: ¿quién es el lector de la literatura del exilio?
–¿Y quiénes eran sus lectores?
–Me leía el público europeo. Tenía ya escrita una novela y un volumen de cuentos, que habían sido traducidos a unos doce o quince idiomas, y desperté el interés de directores de cine que adaptaron algunos de estos cuentos. Así que rápidamente pude establecerme con mis temas, con mis obsesiones, con mis preocupaciones y sentimientos en el ambiente cultural europeo, que fue donde tuve a mis primeros lectores, porque mis libros no circularon en Chile prácticamente durante todo el tiempo de la dictadura.
–¿Qué diferencias habría entre escribir una novela y un guión?
–Cuando estoy escribiendo una novela, siento una alegría mayor, porque uno busca la novela que quiere escribir, es una creación mucho más libre. Dejo que las imágenes se precipiten sin tratar de encontrarle una lógica especial. En una primera versión de la novela intento evitar que el intelecto o la inteligencia coarte mis sentimientos, mis emociones, mi imaginación. En una segunda versión ya aplico la técnica literaria, ordeno esos materiales de manera que resulten interesantes, entretenidos, y ojalá emocionantes para el lector. En el guión de cine, y tengo experiencia porque hice muchas películas en Europa, es mejor tener un panorama total: cuando das un paso, tenés que saber adónde vas a dar el siguiente.
–Todo lo contrario de una novela, ¿no?
–Sí. En el guión de cine todo apunta hacia el final, hay que ir enredando las historias, y en cada paso vas pisando terreno minado, vas agitando una historia paralela, menor o que concierne a un personaje secundario. El guión es como un plan de ataque; en cambio para la novela, es mejor no tener plan de navegación, echarte a zarpar y ver qué pasa.


ANTONIO SKÁRMETA NACIÓ el 7 de noviembre de 1940 en Antofagasta, al norte de Chile. Actualmente se desempeña como Embajador de Chile en Alemania. Estudió Filosofía y Literatura en la Universidad de Chile y se graduó en Columbia University, en Nueva York, con una tesis sobre la novelística de Julio Cortázar. En 1967, publicó su primer libro de cuentos, El entusiasmo, y en 1969 obtuvo el premio Casa de las Américas con el volumen de relatos Desnudo en el tejado. Ha sido profesor de Lenguas y Literaturas Romances en Washington University, Saint Louis, Missouri, enseñando Literatura Hispanoamericana.
Algunas de sus obras:
El entusiasmo (cuentos, 1967)Desnudo en el tejado (Premio Casa de las Américas, 1969)Tiro libre (cuentos, 1973) La composición (cuentos, 1998)El ciclista del San Cristóbal (antología de cuentos, 1973)Novios y solitarios (antología de cuentos, 1975)No pasó nada (noveleta, 1980)La insurrección (novela, 1980)Uno a uno. Cuentos completos (1995)La boda del poeta (novela, 1999)La chica del trombón (novela, 2001)

cuento:
TELEFONIA CELULAR
Los días de pago, Pedro Pablo Salcedo apartaba de su sueldo dos billetes azules y almorzaba en el mismo restaurant que sus patrones. Allí se ofrecía un "menú ejecutivo", expresión que le causaba melancolía, pues como contador de la editorial lo único que "ejecutaba" eran órdenes de sus superiores: básicamente atrasar lo inhumanamente posible los pagos a los acreedores. Doce veces al año se daba el placer de inaugurar ese almuerzo con el tequila de un "Margarita Jumbo" y de redondearlo con un cognac "Remy Martin". El trayecto entre ambos licores lo cubría mediante una botella de vino tinto cuya marca variaba de menos a más. En diciembre había puesto el colofón gastronómico del año pagando por un "Don Melchor", el mosto más caro que ofrecía la plaza.Estos almuerzos finales lo reconciliaban con las asperezas de su trabajo y con esos sueños de grandeza inhibidos o secretos que larvados asomaban en sus ojos en chispas de envidia o resentimiento. Para su mala suerte, justo en lo que debiera haber sido su plácido balance mensual con el mundo y sus frustraciones, un episodio que se desarrollaba en la mesa vecina consiguió desestabilizarlo.Una bella mujer se había inclinado sobre el mantel e intentaba con elocuencia convencer de algo al hombre que la oía mirando hacia la puerta del local con desesperada paciencia. El énfasis en sus manos pálidas, acentuadas por dos anillos con diamantes, la hacía intensamente expresiva, y desde su esquina Salcedo no lograba apartar la vista de aquellos desprejuiciados muslos a los que el fervor de su discurso y la escueta minifalda de cuero le habían dado una excitante plenitud.De pronto sonó el teléfono celular junto a la panera de la pareja y el hombre de pelo rubio, visiblemente aliviado por esa interrupción, atendió raudo la llamada. La hermosa mujer miró al artefacto encendida por la cólera y echando hacia atrás la silla con violencia derramó la servilleta sobre los camarones ecuatorianos recién servidos y abandonó el restaurant haciendo tintinear las llaves del auto. El hombre interrumpió la charla telefónica, puso el celular sobre una silla, alargó dos billetes de diez mil sobre el mantel, y corrió tras ella.Acariciándose un pómulo, Salcedo deseó haber sido actor de un drama como ése, un arrebato de pasión y celos que animara su vida, la voz de una amante próxima a sus lóbulos conminándolo a decisiones, la suave trama de aroma emanantes de esas mujeres que resbalaban a toda página en las satinadas revistas que leía en peluquerías o consultorios.Mientras la sorprendida camarera despejaba la mesa de los amantes fugaces, terminó de servirse las papayas en almíbar y puso su atención en el celular abandonado sobre la silla. Cuando la sirvienta levantó el mantel y fue a la cocina, seguro ya de que no había advertido el artefacto, se animó a filtrarlo en un bolsillo de su chaqueta.Al término de otra semana irrelevante, por fin había ocurrido una aventura.En la oficina extrajo el teléfono del saco, se aflojó la corbata, y limpiándose las manos en los pantalones como si quisiera borrar las huelas de un delito, detuvo la vista sobre la abrumadora cantidad de boletas con que los oficinistas querían hacerse pagar gastos privados como actos de servicio a la compañía. Él hubiera preferido mil veces haber usado todos esos dineros en vez de ser el acucioso árbitro de lo legítimo, lo fronterizo y lo inaceptable.Convencido de que los rangos dentro de la empresa eran más bien cosa del azar que de los talentos individuales, se propuso vagamente no permitir que toda su personalidad se agotara en la función que desempeñaba. Junto entonces la puerta se abrió y una ráfaga de aire produjo una sensación de hielo sobre su cuello húmedo. Era su jefe, quien procedió a tirarle informalmente un talonario de cheques sobre el escritorio.-¿Almorzó bien, Salcedo?-Sí, señor Mackenna -dijo, poniéndose de pie.-¿Con postre y todo?-Papayas, señor.-Haga cheques sólo para los casos más urgentes. Los otros trate de aplazarlos cuanto pueda.-Sí, señor.La atención del hombre fue capturada por el celular sobre la mesa. Avanzó con autoridad, lo levantó en una mano y lo mantuvo a cierta altura balanceándolo para sentirle el peso.-Es el modelo más liviano que ha salido -comentó.-No lo sabía, señor.-Y el más caro. Es usted todo un ejecutivo, hombre.Salcedo se sintió simultáneamente confundido y halagado. Trajo a sus labios una sonrisa modesta y miró el artefacto disimulando su orgullo. El gerente se pasó la mano por el bien peinado cabello rubio y le hizo un gesto admirativo frunciendo la boca.Cuando el señor Mackenna se hubo retirado, Salcedo cogió rápidamente el celular y lo balanceó en la izquierda imitando con exactitud lo que había hecho su superior. Con un cantito disimuló un bostezo siestero, y se hundió en los expedientes, el lápiz rojo censor entre los labios, un Bic verde para los okeys. El cabo de algunos minutos se detuvo al descubrir una boleta de Zúñiga que incluía la cuenta de un hotel en Viña del Mar, en circunstancias que su zona de venta era Osorno, ochocientos kilómetros más al sur. Pero Zúñiga era un fresco simpático, lo trataba a él, Salcedo, de "jefe" y se ruborizaba por cualquier cosa. Marcó la boleta con el lápiz verde. Depende de la ruta que se tome, Viña puede estar camino a Osorno, se dijo indiferente.Entonces sonó el celular. Un tono más distinguido qye el del teléfono. Amable, pero también compulsivo. Se acarició la mandíbula replegándose sobre el respaldo del sillón giratorio. Estiró la mano sobre el aparato, hizo correr la vista sobre las distintas señales, y al pulsar el índice sobre la tecla verde, sorpresivamente quedó conectado.-Soy Mónica.Supo sin pensarlo, que lo más atinado sería no contestar. Dejó que el silencio creciera, intuyendo por el tono que había empleado la mujer que ésta iba a ser una pausa dramática.-¿Estás enojado conmigo?-No -se oyó decir.-Me porté como una rota, ¡dejarte así de repente! Me debes odiar, ¿cierto?-No, no.-Es que todo es tan complicado. Bueno, no sólo para mí. Para ti también.-Sí.-¿Me quieres todavía?-Sí.-¿Con pasión?-Sí.-¿Me perdonas entonces?-Sí.-No puedes hablar ahora, ¿cierto?-No.-Quiero verte esta noche, Ernesto. ¿Lo puedes arreglar?-¿Y tú?-No me importa nada. Si tú puedes, yo puedo.-Puedo.-¿A las ocho donde siempre?-No, donde siempre no.-¿Dónde entonces?Salcedo corrió con la mano derecha la cortina sobre el ventanal y estudió el paisaje del Barrio Alto, ese sector que le era conocido pero también ajeno. Este derroche de lujo hecho para otro, no para él con sus trajes de marcas menores y esos zapatos que parecían ir gritando su menguado costo en cada paso. La visión de la cúpula de un edificio cilíndrico sobre la Kennedy lo hizo volver a la llamada.-En el "Highland" -dijo.Te amo -dijo ella.-Te amo -dijo él.Puso el celular sobre la ruma de cuentas y comenzó a escribir los cheques del personal con una caligrafía vibrante, un trazo que difería en volumen y presión del rutinario.A las cuatro de la tarde había concluido con los sueldos, y tras entregar los respectivos cheques la cajera, fue a lavarse las manos y la cara al baño. Se frotó las mejillas con vigor y luego le propinó ceremoniales golpes de peineta a su pelo áspero y tupido. Pude comprobar con un vanidoso gesto de las cejas que era más joven y acaso más alto que el amante de cabellos rubios.A la salida del toilette, con un súbito impulso se abalanzó sobre el talonario e hizo un cheque a su nombre por una cantidad importante. Luego fue hacia la cajera y le pidió que se lo canjeara en efectivo. La mujer obedeció sin requerir detalles, aunque por mera rutina comprobó que el documento estuviera endosado.A las seis, vio alejarse a los colegas rumbo a sus domicilios, contento por no tener que subirse a esos buses hostiles en esta hora de fatigoso tráfico. Tuvo compasión por ellos, y sintió que esta piedad era una prolongación natural de la tristeza de reconocerse uno más entre sus pares.-Hasta ahora -se dijo en voz alta.Detuvo un taxi y le pidió al chofer que lo llevara al "Highland". En el tablero del coche vio que eran las seis y media, y puesto que el tráfico ya no era tan fluido, supo que estaría en su destino en unos quince minutos. Puso el fajo de billetes en sus rodillas y los fue contando mientras frotaba sus bordes para que no se pegaran."Me llamo Ernesto" pensó. "¿Pero Ernesto cuánto?"-Ernesto Mackenna -dijo en voz alta.El chofer lo miró por el espejillo.-¿Cómo dijo, señor?-No, nada.-Vamos siempre al "Highland", ¿no?-Al "Highland">.En la puerta del edificio permitió que el elegante bedel le abriera el auto y tuvo la duda si se daba propina en esos casos. Decidió que no. La propina se la daría al chico uniformado que ahora se ofrecía a llevarle el maletín.En la recepción puso el celular sobre el mesón y le dijo al conserje que quería un cuarto.-¿Para una sola persona señor?-Para dos.-¿A nombre de quién?.-Ernesto Mackenna.-¿Va a cancelar con tarjeta de crédito?-Al contado.Le extendieron la llave, el botones le acompañé hasta el piso quince, y entonces lo condujo a la pieza 1500. En cuanto estuvo solo fue hacia la ventana a reconocer el terreno. En centro en su vaho de smog, el Manquehue y su cumbre rebanada, las horrorosas torres eléctricas de Cuarto Centenario que siempre le evocaban sitios baldíos ajenos a ese sector. Por los cuatro puntos cardinales todo en orden. Su Santiago de siempre, pero visto de una perspectiva novedosa.-Novedosa -pronunció con claridad.De la mesita de luz, tomó el índice de servicios e hizo contacto telefónico con el conserje.-Le hablo de la habitación 1500. Quiero pedirle un favor.-Dígame.-A las ocho va a venir una dama a preguntar por mí. Por Ernesto. Dígale que suba directamente a mi habitación.-Muy bien, don Ernesto. ¿Ernesto cuánto?-Ernesto, no más. No me gustaría que esta dama supiera mi apellido. Se trata de una amiga, usted me entiende.Sí, señor.-Una diablura -dijo riendo.El recepcionista rió con complicidad.-No se preocupe, don Ernesto.En cuanto hubo colgado, marcó los dígitos del "room-service".-Quiero hacer un pedido.-A sus órdenes, señor.-¿Tiene champagne?-Sí, señor.-¿De cuál?-Nacionales e importados. Champagne francés. "Pommery". Lo tenemos en Brut y en Demi sec.-Es para compartir con una dama.Si es una dama distinguida, le sugiero Brut. El Demi sec se sirve en Chile en todos los matrimonios. No es tan… -el hombre se interrumpió.-Mándeme un Brut. Adentro de un balde con hielo y todo eso.-Por supuesto, señor.Se hundió en el lecho matrimonial estirando los brazos y las piernas y se detuvo en impecable cielo raso. Toda la pieza olía a nuevo y el tráfico de la Kennedy llegaba ahogado en un susurro eruditamente filtrado por los gruesos ventanales. Sin cambiar su posición digitó en el celular el número de su casa y le dijo a su esposa con prisa y autoridad, como molesto por tener que hacerlo, que un enredo económico lo retenía en la oficina.-Un funcionario de confianza giró un cheque no autorizado -explicó antes de colgar.El camarero trajo el balde con el champagne, lo puso sobre la mesa de caoba y encendió la lámpara insinuándole a Salcedo que apreciara las finas, sutilísimas copas elevadas junto al balde de plata. Al darle la propina el botones quiso saber si abría la botella.-Por ningún motivo -lo detuvo Salcedo.Hacer saltar el corcho del Pommery en presencia de la dama era algo estelar de su puesta en escena, un momento solemne en la intriga, sólo apto para los héroes de la historia. Por ningún motivo iba a dilapidar ese instante con un mozo común y silvestre.Faltaban quince minutos y abriendo una botellita de Chivas Regal del mismo bar la bebió desde el gollete sin declinarla con agua o hielo. Hundió la cabeza en el cuello, reconfortado por el certero efecto del alcohol en su ánimo, e hizo estremecer su mandíbula emitiendo un "brrr" histriónico. Después fue al baño a lavarse las manos y la cara. Otra vez trabajó el peine en la áspera mata de su cabello y al ponerlo de vuelta en el bolsillo de la chaqueta ensayó frente al espejo algunas poses distinguidas tratando de encontrar aquella que más convendría a la personalidad de Ernesto Mackenna. Eligió una, levemente sinvergüenza, donde levantaba al mismo tiempo la ceja y el labio derechos."Como irónico", se dijo. Como más allá de los hechos.Diez minutos más tarde dispuso las luces. Los cenitales podían apagarse. El lamparón del centro, de todos modos fuera. Nada de luz en los veladores.La lámpara de pie tenía tres intensidades. La contuvo en la menor y corrió las cortinas hasta dejar envuelto el ventanal en las ricas telas. Trajo las manos hasta la superficie del balde, las empapó en su frialdad y luego alivió con ellas sus mejillas ardientes.Al hundirlas después en los bolsillos del pantalón para sacar los fósforos, comprobó que estaba excitado. Hizo sonar la caja en su puño y retuvo las ganas de fumar.Se quedó junto a la puerta atento a los ruidos del pasillo y del ascensor que ahora se detenía en el piso con un armonioso timbre. Con la manilla entre los dedos, estudió el mecanismo del seguro. Presionando el cilindro la cerradura se bloqueaba, y si se ponía el cabezal de la cadena en la ranura metálica se evitaría que alguien con llave pudiera entrar desde fuera.Otra vez pudo oírse la señal del ascensor, luego sus placas abriéndose muellemente, y en seguida los inequívocos pasos en dirección a la 1500.Salcedo respiró hondo al oír el gong sobre su cabeza. Accionó la manilla delicadamente, entreabrió la puerta, y en ese espacio, semiclandestino, vio pasar a la mujer con un atractivo traje de noche. De inmediato cerró brusco la puerta y apoyando encima su espalda hundió el botón, y con una rápida maniobra insertó la cadenilla en la ranura.Ella miró desconcertada el amplio espacio y volvió la vista al hombre.-¿Dónde está Ernesto?La voz de Salcedo sonó carrasposa.-No vino. Es decir, no pudo venir.-¿Le pasó algo?Salcedo levantó el brazo y mostró con su índice la mesita y el champagne junto a la cortina crema.-Es necesario que hablemos.-¿Quién es usted?-Un admirador.Ella fue rápido hasta el baño, espió su interior, y luego revisó el closet.-¿Por qué cerró la puerta con cadena?-Para que estemos tranquilos.-¿Qué quiere?-Ayudarla.-No creo que necesite ninguna ayuda.-Sí necesita. Estamos frente a un caso de adulterio, ¿no es cierto?La mujer hizo amago de avanzar hacia la puerta, pero luego se detuvo, y volvió junto al ventanal. Salcedo le indicó que se sentara, puso el champagne dentro de la servilleta y presionando el corcho lo hizo saltar con un estampido. Antes de escanciar en las copas, insistió con un gesto para que tomara asiento. Ella puso su cartera a los pies de la silla y se frotó los muslos bajo la minifalda.-¿Qué quiere? -dijo, cruzando las piernas.-Sírvase champagne. Es francés.-No me interesa.-Vamos, sírvase una copa.La mujer probó un sorbo, pero ignoró el gesto con que él acercó su champagne proponiéndole que chocaran los cristales.-No quiero que haga nada que pueda perjudicar a Ernesto, ¿comprende?-No es mi ánimo perjudicar a nadie.-¿Qué es lo que quiere entonces?-Tomar un trago, charlar un poco.Salcedo se aflojó el nudo de la corbata y desprendió el botón del cuello. Estuvo un momento acariciándose la barbilla y puso algo más de líquido en su copa.-Yo a usted la he visto antes, señora.-¿Antes?-Hoy, sin ir más lejos.-¿Dónde?En un restaurante. Chino. Hasta le puedo decir el menú que pidió.Con un pestañeo apreció el impacto de esa información en la faz de ella. Dejó crecer el silencio y luego añadió fríamente:-Camarones.La mujer acercó el vaso a sus labios y fue bebiendo lento su contenido hasta agotarlo. El hombre se apresuró a rellenárselo. Ella descruzó las piernas, y se hundió en el pequeño sillón, sacudiendo su cabellera.-¿Qué es lo que quiere?-Me cuesta decir lo que quiero.-Dinero.El hombre le indicó la copa rellena animándola con un gesto de las cejas a que se hiciera cargo de ella. Ella se miró las rodillas y decidió cubrirlas con la cartera que tomó de los pies del sillón.Me gustaría que me dejara ir.Puede irse cuando quiera.-La puerta está trabada.Usted sabe muy bien que no es eso lo que le impide irse.-¿Qué entonces?El doble adulterio, señora.-No lo entiendo.-Usted, su marido. Ernesto, la mujer de Ernesto.Ella frotó el cuero de la cartera, como si quisiera protegerse en ese ademán.-¿Cómo sabe todo esto?Salcedo miró los muslos de la mujer, luego su frente, y finalmente su cabello castaño ligeramente desordenado.-"Quiero verte esta noche. ¿Lo puedes arreglar?" ¿Y tú?" "No me importa nada. Si tú puedes, yo puedo", recitó sin énfasis. La tecnología moderna, señora. Caen diputadas, senadores, generales. ¡Cómo no van a caer un par de amantes!Ella abrió la cartera y extrajo un talonario de cheques enfundado en cuero azul. Lo abrió y alisándolo con las palmas, levantó conminatoria la barbilla hacia el hombre.-¿Cuánto?Salcedo adelantó una mano y la puso sobre el dorso de la de ella.-No sabría decirle cuánto. No tengo la práctica.Sin embargo, no parece un chantajista aficionado.-Sólo ato una cosa con otra y saco conclusiones.Ella liberó la mano y volvió a esgrimir la poderosa lapicera.-Un millón. ¿Le parece bien?-Con eso no pago ni el hotel, señora. Menos el champagne. Es francés.-Millón y medio.Salcedo fue hasta la cortina, la corrió con violencia, y luego abrió el enorme ventanal. El tráfico se atochaba en la desembocadura de Vespucio con la Kennedy y parecía que todos los conductores se hubieran puesto de acuerdo para tocar sus bocinas. Una ambulancia hacía girar la luz azul de su sirena sin que los vehículos lograran organizarse para cederle paso.Prefirió no mirarla cuando dijo:-Me cuesta mucho expresarme. Pero no es dinero lo que me interesa.Ella se levantó y fue otra vez hacia el baño. Hizo correr el agua del lavatorio y se humedeció las mejillas. A través del espejo pudo ver que Salcedo se había acercado y la miraba. Puso dos dedos bajo el chorro y esta vez se mojó la frente apretando al mismo tiempo el ceño como si quisiera precisar el epicentro de una cefalea.Volvió hasta su copa y se sirvió el último sorbo.-¿Y usted no le llama "chantaje" a esto?El hombre hizo sonar una sonrisa golfa.-No, porque es la admiración lo que me mueve. No el dinero.-Y si no es chantaje, ¿cómo podría llamarlo?Salcedo levantó el labio y la ceja como Ernesto Mackenna.-¿Un "trueque"? -aventuró.Vino a su lado y con el dorso de la mano le acarició un pómulo. Ella levantó altiva sus ojos marrones enfrentándolo.-Hace mucho calor -dijo.Salcedo cogió entre sus dedos el botón superior de su blusa de seda y recorrió con las yemas su breve circunferencia cual si acariciara un pezón. Ese acto le reveló que el pecho de ella estaba convulso. Entonces rozó la parte superior de sus senos. Ella puso de súbito sus manos sobre las cejas, y luego se apretó las sienes con un gesto que parecía representar una descarga eléctrica dentro de su cráneo.-¿Qué le pasa? -preguntó Salcedo, abriendo el segundo botón, con la vista fija en los encajes del breve brassiere.La mujer observó la mano que manipulaba el resto de los botones y dijo con voz débil:-Soy una persona con tantos problemas. Y ahora esto.-Vamos, tómelo como una aventura.-Todo es tan complicado.-Eso mismo dijo en el teléfono.Salcedo desprendió el gancho del corpiño permitiendo que ambas partes cayeran sobre los senos. Dudó entre acercar sus labios para morder un pezón o esperar. Se contuvo.-Esta tarde estuve donde mi psiquiatra. Me encontró muy mal.-¿Por qué?-Por mis arrebatos. Me dejo llevar por mis impulsos. Hay veces que no puedo controlarme.-¿Cómo está tarde cuando se fue de golpe del restaurant sin servirse la comida?-¿También sabe eso?-Y también sé que usted me gusta mucho.Bajó la mano del pecho y acarició su vientre por encima de la falda.Abrazándola la condujo hasta la cama y la puso suavemente sobre la colcha color crema. El pelo se esparció y su rostro vulnerable quedó aún más expuesto en la frágil luz que cedía la lámpara de pie. Cuando Salcedo aproximó su boca buscándole los labios, ella se los negó con un gemido. El mojó entonces su lóbulo derecho con la lengua y luego cogió vigorosamente su barbilla y la sostuvo para asestarle un beso. Ella apretó los labios y negó con la cabeza.-Abre la boca -le ordenó Salcedo, ronco.Ella obedeció con las mejillas mojadas por un violento llanto y el hombre entró con su lengua profundamente en su boca y lamió su paladar. Ella volvió a gemir, ahogada, y quiso desprenderse empujándolo de los hombros, pero él la contuvo imponiéndole todo su cuerpo encima. La mujer fingió que cedía, y cuando Salcedo aflojó la presión pudo resbalar por debajo de su tórax hasta caer del lecho. Se puso de pie de un salto y al ver el ademán de él ofreciéndole el brazo para volver a atraerla, retrocedió de espaldas.-No quiero esto -dijo agónica.-¿Qué es lo que quieres entonces? -preguntó Salcedo, levantándose.La mujer calzó temblando los botones de su blusa, y recorriendo con la vista la penumbra de la habitación, pareció buscar una respuesta en ese espacio. Absurdamente hizo un repetido movimiento de negación con el cuello y hundió la barbilla en sus manos entrelazadas. Una brisa condujo su atención hacia la ventana abierta, y entonces, con un impulso que le pareció de una velocidad irreal se lanzó al vacío sin dar señales de su intención, sin agregar una palabra.Salcedo se sintió súbitamente petrificado, frígido en el hielo y la lividez que le treparon de los pies a la nuca. Pensó "Dios mío", pero no tenía sonidos en la garganta. Al turbulento tráfico de la avenida, se sumó ahora el de una alarma en los pasillos del hotel, estridente y sincopada como la bocina de una bomba de incendios. Recogió su chaqueta caída en la alfombra y sin ponérsela fue hasta la puerta de salida.Mientras trataba de destrabar la cadena, oyó sonar la campanilla del teléfono celular.Levantando el seguro, Salcedo salió hacia el corredor con la firme decisión de dejar esta vez la llamada sin respuesta.

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